Mientras sonaba la alarma del monitor de su pulso y su respiración se volvía irregular, él sacó con rapidez su teléfono. Haciendo frente a la emoción que amenazaba con paralizarlo, alertó al equipo de criogenia que esperaba cerca del lugar y llamó a las enfermeras del hospital para que la declararan muerta. Cualquier retraso pondría en peligro la posibilidad de, quizá algún día, resucitar su mente.
Aquella mañana soleada de enero de 2013 en Arizona, era imposible saber qué fragmentos de la identidad de Kim sobrevivirían, si es que alguno lo conseguía. ¿Recordaría el primer beso que se dieron en la habitación de él hacía cinco años? ¿Las bromas privadas y las discusiones tontas? ¿Los ataques, la cirugía, la beca en neurociencia que tuvo que rechazar?
Más que los recuerdos, Josh, en aquel entonces de 24 años, deseaba que el tosco procedimiento rescatara las sinapsis que daban lugar a su humor seco pero generoso, el cual la hacía saludar efusivamente a todos los gatos que conocía, además de escribir poemas.
Sabían lo extraño que parecía todo, la esperanza de que el cerebro de Kim pudiera ser almacenado a temperaturas por debajo de cero para que en décadas o en siglos, si la ciencia avanzaba, sus miles de millones de neuronas interconectadas pudieran ser escaneadas, analizadas y convertidas en un código computacional que imitara la forma en la que alguna vez trabajaban.
Pero el pronóstico terminal de Kim surgió al inicio de una campaña global para entender al cerebro. Y algunas de las herramientas y técnicas que surgieron de laboratorios de neurociencia empezaban a cobrar cierto parecido con las fantasías futuristas de tiempo atrás.
En primer lugar, los neurocientíficos empezaban a trazar las conexiones entre neuronas individuales de las que se creía que codificaban muchos aspectos de la memoria y la identidad.
La investigación, limitada hasta ahora a pequeños fragmentos de cerebro animal, en un principio tuvo las metas usuales de impulsar el conocimiento y mejorar la salud humana. Aun así, empezó a generar interés en lo que sería un primer paso vital para crear alguna simulación de una mente individual: preservar el patrón de conexiones en un cerebro completo tras la muerte.
“Puedo ver que en unos 40 años contaremos con un método para generar una réplica digital de la mente de una persona”, comentó Winfried Denk, director del Instituto de Neurobiología Max Planck en Alemania, quien inventó una de las varias técnicas de mapeo que existen. “No es mi motivación principal, pero es una consecuencia lógica de nuestro trabajo”.
NYT