La policía fronteriza de Estados Unidos ha devuelto esta madrugada a varios grupos de migrantes a México, unos kilómetros al sur. En la oscuridad de la noche, han cruzado el río Bravo, atravesado un canal con el brazo en alto para que no se moje el celular y echado a correr hacia McAllen entre matojos y espinos, pero los han pescado. Llegan empapados y con barro hasta las orejas y aquí no hay metáforas que valgan. La pistola les apunta a uno tras otro y se ilumina un puntito rojo en su frente: no tienen fiebre. ¿Tos? ¿dolor de cabeza? Tiritando de frío, escuchan un discursillo sobre los riesgos del coronavirus. Cualquier asintomático puede ser contagioso sin saberlo. Les han puesto unos cubrebocas y les han dado un refrigerio, un sándwich, agua, una naranja. Estados Unidos es su objetivo, con virus o sin él. Allí están ya algunos de sus familiares y les espera “una vida mejor”. Repiten esas tres palabras sin saber qué contendrán en el futuro. Sin darse cuenta de que ahora hay un nuevo enemigo al otro lado de la frontera que ya ha matado a miles de personas. No importa, ellos seguirán retando al río una noche más. Y otra. Y la policía, hará lo propio.
Reynosa es, además, uno de los puntos de deportación de migrantes, al norte del Estado de Tamaulipas, que da miedo solo con mencionarlo, miles de asesinados al año. Si los “mojados” o los deportados se alejan del centro de migración donde los reciben en México, caen como conejos en manos del crimen organizado, que los utiliza a su servicio, los mata o los secuestra unos días a cambio de un dinero que pagará la familia que ya está en Estados Unidos. El virus es para ellos un mal menor. Pero México está en vilo, porque en un solo mes, miles de repatriados pueden regar el coronavirus por zonas que todavía están libres de él. Pueblos remotos, aislados en las montañas, recibirán a los paisanos que se fueron sin saber que el bicho quizá ha viajado con ellos. Les aconsejan pasar una cuarentena a su llegada, pero quién va a controlar eso.
El virus es quizá hasta una buena oportunidad para cruzar la frontera estos días, pensó Everardo. Pero qué va. “Está peor que nunca, hay policías por todos lados”, se ríe. Esta madrugada, a eso de las cinco, le han pillado, cerca ya de McAllen, la ciudad hermana de Reynosa al otro lado de la valla. “Menuda aventura”. Para él es casi un juego. En apenas un par de semanas ha intentado cruzar seis veces. Ni modo. “Como no me pasa nada, me confío”, dice. Pero el río Bravo ha dejado alguna de las fotos más dramáticas del mundo en los últimos meses y un goteo diario de cuerpos inertes apenas ocupa espacio en los noticieros. Everardo tiene 18 temerarios años y es un muchacho muy guapo que vive con sus abuelos en Monterrey, la capital de otro de los Estados del norte mexicano, Nuevo León. Allí está preso su padre; su madre y los cuatro hermanos pequeños viven ya en McAllen. Cuesta creer que no lo vuelva a intentar. Solo sea por la adrenalina: “A mí me han perseguido hasta en helicóptero. Anoche éramos cuatro 'mojados’ y el guía, entramos agachados a una parcelita y ya escuchamos las motos, los carros… Me fui gateando 70 metros, pero nos agarraron a todos; íbamos platicando en la camioneta, los policías se echaron un cotorreo con nosotros, que si los camarones qué ricos son… cuando el guía salta y se escapa corriendo, pero le agarraron como quiera”, vuelve a reír mientras espera en el porche del centro de migrantes a que le recojan unos parientes y que se seque su camiseta.
Las deportaciones y la caza de hombres en la frontera no han cesado estos días, aunque los contingentes de migrantes que entrega la Administración de Trump en los centros mexicanos son ahora menos numerosos. Es posible que los que están en las cárceles estadounidenses -o en centros de detención porque les han pillado sin papeles- piensen que la epidemia del coronavirus no es el mejor momento para moverse de allí. Qué van a hacer fuera. Todo está congelado: los negocios cerrados, las calles vacías, las familias en cuarentena. En Reynosa hay días que reciben a 100, a 200 deportados. Hoy solo llegaron 37. Aunque la añoranza devora a algunos de los que están en prisión y un día cualquiera, el día de la madre o el de Navidad, firman su salida: que les devuelvan a su tierra. Algunos han sido atrapados sin papeles cuando ya son prácticamente gringos, con años de trabajo en aquel lado, una casa en propiedad y una familia. Quizá con covid-19. A algunos casi les cuesta ya hablar español. Esos, antes de entrar en México ya habrán contactado con un ‘pollero’ para cruzar de nuevo. Tendrán que volver a mojarse la ropa cualquier noche, como en la peor pesadilla de Sísifo.
Carmen Morán Breña
