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Miércoles, 08 Junio 2016 07:56

Los Zetas convirtieron una cárcel en un campo de secuestro y exterminio

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Ramón Burciaga Magallanes, uno de los detenidos Ramón Burciaga Magallanes, uno de los detenidos

En los desiertos del norte de México, detrás de los muros de la prisión estatal de Piedras Negras, se ocultaba un templo de la muerte. Un campo de exterminio al servicio del cártel de Los Zetas.

Allí, ante el silencio de una autoridad sometida, esta organización criminal formada por adoradores de la Santa Muerte arrastraba a sus víctimas del exterior, las torturaba, despedazaba y eliminaba. Al menos 150 personas cayeron en ese túnel del horror que ahora, cuatro años después de su desaparición y tras las primeras detenciones, ha emergido a la luz.

Ramón Burciaga Magallanes, El Maga, tenía el poder sobre la vida y la muerte en aquel infierno. Entre diciembre de 2009 y enero 2012, este convicto de mirada filosa fue el hombre del cártel de Los Zetas en la prisión norteña. Y como tal, su dueño. Pero no actuaba solo. Las órdenes de captura giradas por las autoridades de Coahuila incluyen a otros cuatro sospechosos: David Alejandro Loreto Mejorado, Manuel Elguezabal Hernández, Francisco Javier Vélez y Santiago Peralta García. Todos ellos han sido acusados, de momento, de haber participado en siete desapariciones forzadas. Son los casos en los que, según fuentes oficiales, se ha podido demostrar la vinculación. Pero las pesquisas comprenden muchas más víctimas que, tras pasar los muros de la prisión, nunca más vieron la luz. “La investigación sigue abierta y se realizan diligencias para dar con el paradero de más desaparecidos trasladados al centro penitenciario para privarlos de la vida”, indica en un comunicado la Procuraduría.

Durante años, el penal fue una pesadilla que gozó de lo que ciertas autoridades mexicanas denominan eufemísticamente “autogobierno”. Un fenómeno en el que Estado mira hacia otro lado a cambio de evitar motines. “Para no entrar en conflicto ceden el control al narco, es algo que sucede, aunque a menor escala, en casi todas las prisiones estatales”, señala Alejandro Hope, experto en seguridad y antiguo directivo de los servicios de inteligencia.

En el presidio de Piedras Negras, ubicado en la convulsa frontera con Estados Unidos, a poca distancia de Eagle Pass (Texas), el dominio de Los Zetas traspasó cualquier límite. Detrás de sus muros, los secuestrados eran asesinados y troceados. Muchos procedían de sus mismas filas, otros eran adversarios, pero también los había que simplemente habían caído en mal lugar. Sus gritos debieron perderse entre los muros de hormigón. Nadie contestó, nadie movió un dedo. Como otras matanzas de Coahuila, sólo el paso de los años ha permitido derribar los muros del miedo y arrojar alguna luz sobre la barbarie.

Formados por desertores de los comandos de élite mexicanos, Los Zetas surgieron como brazo armado del cártel del Golfo. Pronto, catapultados por su conocimiento de las técnicas militares, se emanciparon y empezaron a buscar su propio territorio. Tenían un sello inconfundible. Cortaban cabezas y las arrojaban en lugares públicos. Grababan sus torturas y mutilaciones. Hacían desaparecer los cuerpos en ácido. Como una plaga, estos adoradores de la Santa Muerte se extendieron por el noreste. Siempre atentos a la frontera con Estados Unidos, el mayor mercado de droga del mundo, hallaron su hábitat en Tamaulipas y Coahuila. En sus desiertos impusieron la ley. Eran capaces de tomar a pequeñas ciudades como Allende y hacer desaparecer decenas de vecinos a plena luz del día.

Su poder alcanzó Piedras Negras. A lo largo de seis años el centro penitenciario estuvo sometido a su control. Los presos zetas entraban y salían a su antojo. En su interior se ocultaban sus líderes cuando se sentían perseguidos por las fuerzas federales. También fabricaban el utillaje necesario para su guerra: chalecos antibalas, uniformes policiales y militares, carrocerías modificadas.

Pasado el tiempo, el santuario criminal empezó a funcionar como centro de recepción de las víctimas de las células zetas que operaban en Coahuila. Dentro, según la reconstrucción policial, se les hacía desaparecer con ácido o fuego en tanques de acero. Los restos eran arrojados a 30 kilómetros de distancia, en las aguas del río San Rodrigo.

La barbarie permaneció en la oscuridad hasta hace dos años. Con el debilitamiento de Los Zetas, los rumores se convirtieron en declaraciones. Una unidad especial, dedicada a la investigación de desaparecidos, empezó a indagar. La cárcel ya no era el infierno de antaño. Los continuos golpes federales y las sucesivas caídas de los líderes habían debilitado al cártel. El punto de quiebra fue la salida, presentada oficialmente como fuga, de 132 reclusos ligados al narcotráfico en otoño de 2012. Después de esta evasión masiva, el centro penitenciario fue cerrado y se impuso el orden. Pacificado el penal, los agentes de la unidad de desaparecidos pudieron interrogar a 138 internos y recabar 42 testimonios. Las órdenes de detención, las primeras libradas por el caso, se giraron esta semana. Para capturar a El Maga no tuvieron que andar mucho. Cuatro años después, seguía encarcelado. Su delito: secuestro.

J. M. Ahrens

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