La de Édgar Alonso Rodríguez es una historia que puede convertirse en un guión de los hermanos Coen. Su caso podría encuadrar en una obra del escritor mexicano Jorge Ibargüengoita. Pero no. Es realidad pura. Nada de ciencia ficción. Idiosincracia de un sistema de seguridad pública nacional.
Son casi las 11 de la mañana del jueves 23 de mayo de 2013. Édgar, un joven notificador de un Juzgado Penal en Puente Grande ha salido bañado y perfumado de su casa. Su agenda dice que tiene que entregar una notificación a las 11 en punto en un domicilio del rumbo de El Santuario, en Guadalajara.
“No se te olvide la notificación”, son las palabras que un día antes había escuchado Édgar del secretario del Juzgado. El jueves, no había pisado para nada los alrededores de Puente Grande. Se había ido directito a entregar la notificación que hacía alusión a la propiedad de un Jetta color blanco. Los detalles los tiene Édgar frescos en su memoria.
A las 11 horas, Édgar toca el timbre. Una anciana le abre una rejilla. Édgar inicia todo el trámite. Le explica que es notificador y que busca a fulana de tal para entregársela.
“No le escucho”, le dice la mujer. Édgar repite la operación: “soy notificador… bla, bla, bla”. “Mire, esos asuntos los atiende mi hija, deje le llamo”, le contesta a Édgar.
La anciana va por un teléfono inalámbrico, le llama a su hija. “Oye, que aquí te buscan, que… a ver joven, tenga el teléfono”.
El notificador habla con una mujer. Le dice que la busca para entregarle la notificación. “No le oigo, hable más fuerte”, dice la voz femenina. “Deje marco de otro teléfono”.
La hija de la anciana llama a la casa. La madre le pasa el teléfono a Édgar. El notificador contesta, le explica el asunto al mismo tiempo que un hombre y una mujer que conocen a la dueña de la casa, le saludan y se meten.
“Como le dije, vengo del Juzgado Penal, le traigo una notificación…”, decía Édgar. “¡Métete, métete, métete!”, escucha Édgar. Cuando menos se da cuenta, ya está dentro de la casa.
Y luego siente algo en el abdomen, a la altura del hígado. Es el cañón de una pistola que empuña un hombre. Otro, le empuja. Édgar suelta el teléfono que se desliza debajo de un mueble, pero la conversación con la mujer no se ha cortado. La notificación sigue en las manos del muchacho.
“¡Todos al suelo! ¡Si se mueven se van a ir a chingar a su madre!”, suena en el cuarto. Es el primer “chingar a tu madre” que Édgar escucha en el día. Los hombres se multiplican; de ser dos, ahora son cinco.
“¡La caja fuerte!”, gritan los asaltantes. Unos golpes bofos se escuchan. “Ya no me golpeen, llévense lo que quieran”, implora la anciana. Édgar y la pareja están tirados bocabajo en el suelo. Por el teléfono, la hija de la mujer escucha todo. Marca a unos empleados suyos y les pide que vayan a ver qué carajos pasa en su casa.
El timbre suena. “Señora”, se escucha. Son trabajadores de la hija de la anciana. Los ladrones se ponen nerviosos y salen corriendo. Los empleados entran, desamarran a la dueña, a la pareja y a Édgar… “¿quién chingados eres tú”.
“Soy notificador…”. El mismo rollo. Eso no bastó para que lo desataran. “Yo no lo conozco”, remata la anciana.
Las luces azules y rojas de una patrulla entran por las ventanas. La policía municipal pregunta qué ha sucedido. La dueña, la pareja que iba a pagar una renta y ¿el muchacho?
Un par de esposas y Édgar es subido a la patrulla. En cuestión de segundos, la calle alberga un tumulto de policías municipales, estatales y agentes vestidos de civil. “Dice que es notificador”, comenta un oficial. Pero nadie sabe quién es el joven. “Donde quiera hay lacras, ahora sí vas a ir a chingar a tu madre”, expresa un policía. La segunda mentada en menos de una hora.
La patrulla arranca y calles arriba se detiene. Otro puñado de uniformes, armas y lentes oscuros se congregan en el lugar. Édgar se entera que un policía ha muerto ahí.
La prensa ha informado que en la zona de Mezquitán, cerca de Federalismo, un policía ha fallecido luego de intentar frustrar un asalto. Son casi las 12 del día y ese punto de Guadalajara es un caos.
“Cada vez llegaban más policías. Y todos los que llegaban me decían lo mismo: vas a chingar a tu madre”, recuerda Édgar.
¡Vrooooom!, la patrulla arranca y se dirige hacia la Fiscalía General, en la Calle 14 de la zona industrial. Édgar va a arriba de ella. Al llegar a la dependencia, el notificador del Poder Judicial se queda unos segundos solo en el vehículo. Ve pasar a un agente conocido que se hace pato cuando le habla. Un abogado, amigo de la familia, lo reconoce. Édgar le explica lo que ha pasado y el litigante le asegura que hablará con su familia y su jefe.
Un policía llega con Édgar y lo lleva con una persona armada. El agente lo lleva con unos detenidos que están en otra camioneta y le informa que le harán una prueba, para ver si había disparado. Ya no es sólo sospechoso de robo, ahora también, de homicidio.
El oficial conduce al notificador por varios pasillos y escaleras hasta llegar a un cuarto. La orden es clara: no puede alzar la cabeza. Pero el muchacho alza los ojos lo más que puede y ve a más policías.
“Yo iba a notificar un asunto del Juzgado”, dice Édgar cuando ¡Madres! El primer madrazo en la cabeza. “Otra vez, dinos ¿qué hacías ahí?”, le preguntan.
“Soy notificador”. ¡Madres! Otro golpe. Así se la llevan los policías con el muchacho, a punta de preguntas, respuestas y madrazos por unos cinco minutos. Después de ese tiempo lo tiran al piso, lo patean y le aseguran que los detenidos confesaron que él había disparado.
“Levántate hijo de tu puta madre”, le ordenan. Las piernas de Édgar no acaban de estirarse para ponerse de pie cuando lo patean en la cabeza, en los testículos y le dan rodillazos en la frente.
Un oficial se le acerca y le susurra: “fíjate bien lo que vas a decir o te vas a ir a chingar a tu madre”. Para entonces, Édgar ha perdido la cuenta de cuántos “chingar a tu madre” le han dicho.
“Antes de irse me dijo que no me hiciera pendejo, que ya sabía que yo era el jefe de la banda de asaltantes y que los había conducido a la casa. Dejé de escuchar, porque estaba mareado y tenía un dolor muy intenso en la base de la cabeza”, relata el notificador.
Édgar es llevado a otra agencia dentro de la Fiscalía. Alguien ha confirmado que él es sólo un notificador del Poder Judicial que percibe poco más de 10 mil pesos quincenales.
“Siéntese licenciado”, le dice un burócrata. De las patadas y los sopapos, los funcionarios pasan al buen trato. “¿Una coquita?”, le ofrecen. A Édgar le comentan que su jefe en el Juzgado ha ido y les ha explicado la situación. Como prueba, ha mostrado la notificación que en el momento del robo en la casa, se quedó por ahí tirada.
La presencia del superior de Édgar coincide con la llegada de la hija anciana de la casa de El Santuario que ha ido a declarar lo sucedido. El jefe de Édgar entrega la notificación. El documento es firmado. Misión cumplida.
Édgar ha quedado con sordera en el oído izquierdo, según el examen que le han hecho en el IMSS. Tiene una “perforación timpánica de 80%” y “un descenso superficial en tonos bajos, y severo en alto”, según el documento.
Édgar, acompañado de varios notificadores judiciales, presentará una denuncia la próxima semana ante la Fiscalía General del Estado y una queja ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos.
“Me dicen los doctores que voy a quedar con secuelas de por vida”, dice el joven quien casi pierde la vida para entregar una notificación.
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