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Miércoles, 04 Julio 2012 19:10

La encuesta escarlata Destacado

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A fuerza de repetir todos los días que uno era invencible y que los demás estaban estancados, nadie puede descartar que se diera el fenómeno que los analistas llaman “profecías autocumplidas”.

Una disculpa no es suficiente para salvar cara ante el fracaso de las encuestas más sonadas de la pasada elección presidencial.

Decían una y otra vez que la distancia entre el primero y el segundo lugar sería de 18 puntos –unos–, de 14 ó 12 –otros–. Todos fallaron. 

Y a los que pronosticaban que la pelea era más pareja, se les buscaba quemar en leña verde. La herejía de ir contra la ciencia de la estadística, matemática precisa, aun en un país de desconfiados o de iletrados, era imperdonable.

Sobre esa premisa se tejió la invencibilidad de un candidato y se fortaleció la vulnerabilidad de los otros tres. 

Desde sus pedestales mediáticos, los comunicadores descalificaban a cualquiera que se atreviera a cuestionar metodología y resultado.

Y fue así como los números del invencible se fueron articulando a lo largo de tres meses, hasta desembocar en editoriales firmados por los propios comunicadores anunciando que ya existía un ganador.

Fue entonces cuando las encuestas dejaron de ser un instrumento de medición y se convirtieron en propaganda. 

Un instrumento útil para convencer a los indecisos o a los que esperan hasta el último minuto para apostarle “al ganador”.

Y para dar mayor certidumbre a su apuesta, los comunicadores repetían una y otra vez que eran tan confiables, que ya se vería el día de la elección de qué estaba hecha cada encuesta. Hasta que el “Día D” los alcanzó.

La de un periódico que daba un tracking diario falló por 18 puntos. La de otro diario que los acercó a cuatro puntos y luego los alejó a 12, falló por seis puntos. Le habría ido mejor si no hubiera corregido el escándalo que le generó revelar que solo estaban separados por 4. Habría fallado por dos, dentro del margen de error.

Pero a fuerza de repetir todos los días que uno era invencible y que los demás estaban estancados, nadie puede descartar que se diera el fenómeno que los analistas llaman “profecías autocumplidas”.

Sea como fuere, algo tenemos que hacer para impedir que las encuestas, las bien intencionadas y las patrocinadas, vuelvan a servir como instrumento inefable de propaganda política.

Una propuesta que lanzamos desde aquí es que el IFE intervenga, no para impedir o inhibir las encuestas, sino para darles un grado de credibilidad.

Y que a cada casa encuestadora se le dé una calificación de confiabilidad en función a sus últimos resultados. Una letra escarlata para aquellas que fallen ostensible y consistentemente.

¿Qué credibilidad habrían tenido las últimas encuestas presidenciales si a los ciudadanos se les hubiera advertido que habían sido hechas por las mismas encuestadoras que pronosticaron el triunfo arrollador del PAN en las elecciones de Michoacán que terminó ganando el PRI?

Los encuestadores políticos que fallan de manera tan brutal, más allá de los llamados márgenes de error, no deben publicar sus resultados con impunidad. Tienen que pagar el precio de la deshonra.

Si un banco hace préstamos irresponsables, incobrables, pone en riesgo su solvencia, y las calificadoras lo degradan. Paga un precio. Al inversionista lo alertan. Por eso los bancos cuidan su cartera.

Lo mismo debe suceder con los medios que hacen encuestas irresponsables, insostenibles, sin solvencia. A una calificadora académica, sujeta a las reglas del IFE, se le debería otorgar un grado de calificación. Pagar un precio frente al error.

Es la única forma en que podremos evitar que en el futuro aparezcan los Madoffs de las estadísticas, los que defrauden a diestra y siniestra, impunemente, creyendo que con un “Usted disculpe” el daño es reversible.

Por lo pronto, a las que fallaron por arriba de su margen de error, impongámosles ya la letra escarlata, para que transiten con su vergüenza a cuestas.

Reporte Índigo

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